Sobre los “decretos de necesidad y urgencia”

Eduardo Barreira Delfino

por Eduardo Barreira Delfino

martes, 02 de febrero de 2010

Resulta muy superficial (y, en mi opinión, muy irresponsable), sostener a los cuatro vientos que la política no es judiciable, porque las decisiones políticas siempre deben respetar y ajustarse inexorablemente a las normas legales vigentes. Cuando no lo hacen, automáticamente ello conlleva a su judicialización, para la protección de los derechos e intereses que pudieran llegar afectar y lesionar.

Pareciera que nuestra Sociedad todavía no ha incorporado en su conciencia, la importancia que reviste el Poder Judicial, conforme la filosofía y estructura institucional diseñada por nuestra Constitución Nacional, donde la división de poderes es, precisamente, la herramienta de vital equilibrio entre los mismos, para impedir la hegemonía de uno por encima de los otros.

 

Téngase presente que la Justicia tiene el rol primordial de evitar los abusos y desvíos de poder del Ejecutivo en su gestión administrativa a la par de corregir los errores e improvisaciones del Legislativo en su tarea normativa, para el bien de la República y de la libertad, propiedad y patrimonio del conjunto de sus habitantes, siempre pasibles a ser víctimas de los desvaríos, deslices y empecinamientos de sus autoridades legítimas.

 

En los últimos 20 años, la gestión de gobierno en nuestro país, tiene el lamentable record de haber dictado cientos de decretos de necesidad y urgencia, atribuyéndose facultades legislativas, utilizando elástica y discrecionalmente estos calificativos, para disfrazar situaciones que – objetivamente - no reunían tales características en la mayoría de los casos.

 

Así se  fue imponiendo una práctica que permitía asumir ilegítimamente facultades legislativas que la Constitución Nacional reserva exclusivamente al Congreso de la Nación. Ello fue generando una idiosincracia de  complacencia con la tentación de legislar por parte del ejecutivo, no en interés general de la comunidad sino en interés particular del propio ejecutivo, por la intención subyacente de encubrir o disimular la ineficiencia de la gestión a su cargo y el encanto de soslayar el ordenamiento legal.

 

Esta particularidad de nuestra clase política, llevó a reformar la Constitución Nacional en 1994, a fin de darle cobertura jurídica coherente y permanente, a la posibilidad de sancionar este tipo de normas legales. En esa tesitura, los constituyentes sancionaron el inciso 3) del Art. 99º de la Carta Magna, que dice en su parte pertinente:

“… El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo.

Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros.

El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso.”

La idea prevaleciente de los constituyentes fue poner una barrera rígida al Poder Ejecutivo nacional, en la tentación de legislar (recuérdese la forma de legislar entre 4 paredes, en los períodos nefastos de los gobiernos militares).

Esta reconocimiento formal que hace la Constitución Nacional, no es de ejercicio ilimitado sino restrictivo y normado, o sea, solo posible ante circunstancias excepcionales y condicionado al cumplimento de los requisitos del procedimiento estatuido para ello. La simple lectura de la norma constitucional, permite extraer indubitablemente las conclusiones siguientes:

·         La prohibición del Poder Ejecutivo nacional de emitir disposiciones de carácter legislativo.

·         Si lo hace, el acto dictado es nulo, de nulidad absoluta e insanable.

·         La regla en cuestión admite excepciones, únicamente en contados casos, las que deben interpretarse rigurosamente de modo restrictivo; ello significa que ante la mínima duda, estaría vedado dictar la norma y, si fuera dictada, quedaría fulminada de nulidad.

·         Las excepciones autorizadas únicamente deberán sustentarse en “razones de necesidad y urgencia”, las que deben ser objetivamente acreditadas, para que justifiquen y legitimen la medida (por ejemplo, situaciones que poner en juego la estabilidad del Estado, la perdurabilidad de sus instituciones, la suerte misma de la comunidad, la insuficiencia del ordenamiento constitucional para enfrentar dicho estado de cosas); es decir, invocar la existencia de un estado de necesidad que genera el derecho de necesidad, que legitima el uso de la herramienta constitucional.

·         Tales excepciones deben aportar soluciones vinculadas exclusivamente al interés y bienestar general de la sociedad (no del gobierno o de algún sector).

·         Debe haber como condicionante, un marco de imposibilidad para convocar al Congreso de la Nación para que asuma su rol legisferante. 

·         Debe darse inmediata intervención a la Comisión Bicameral Permanente, a que se refiere la norma constitucional, que reitero es “permanente”, por lo cual debe estar en funciones los 365 días del año.

·         Tal intervención parlamentaria debe ajustarse a la ley que regule el trámite y los alcances de la intervención del Congreso, a través de esa vía; es decir, seguir el debido proceso que convalide su dictado.

Lamentablemente, la clase política fue renuente a cumplir oportunamente el esquema constitucional establecido en 1994, pues durante años la Comisión Bicameral Permanente no fue constituida ni tampoco fue sancionada la ley reglamentaria de su actuación, lo que recién tuvo lugar en el año 2006, al sancionarse la Ley 26.122 (BO del 28-07-2006).

Tal desidia contó con el beneplácito del gobierno y de la oposición de turno, porque así se podía disfrazar la ineficacia de las gestiones gubernamentales, acudiendo a razones de necesidad y urgencia generalmente aparentes, como causal para licuar las responsabilidades pertinentes. Todo ello, con las consecuencias perniciosas que siempre debe soportar la ciudadanía.

Una prueba más confirmatoria de lo expuesto, son los recientes pseudos Decretos NyU 2010/2009 (creación del Fondo del Bicentenario) y NyU 18/2010 (de remoción del presidente del BCRA), los que por su propio contenido y alcances motivaron la  intervención de la Justicia, como último guardián de la Constitución Nacional y de la seguridad jurídica, atento que la simple lectura de los mismos acredita la violación del ordenamiento constitucional y legal vigente, al no cumplir con el requisito de la situación de urgencia requerida por la Constitución Nacional para justificar su dictado.

 

Así lo reconoció la Justicia, en primera y segunda instancia, como es de público y notorio, congelando el uso de las reservas del BCRA y manteniendo la medida cautelar de permanencia del Presidente de la Institución hasta tanto se cumplimente la participación legislativa, o sea, hasta tanto se expida la Comisión Bicameral Permanente.

 

Nunca en la historia de la República se embargaron las reservas del BCRA ni se impidió el ingreso de su presidente, por medio de la fuerza pública. Es de esperar que los responsables de estos desgraciados acontecimientos, sean individualizados y asuman las consecuencias pertinentes.

 

Todo lo expresado explica el retroceso institucional que nuestro país viene experimentando desde hace décadas, lo que arrastra el deterioro generalizado que venimos soportando. La calidad de las instituciones incide directamente en la mejora de la calidad de vida de los pueblos. Mientras no asumamos el acatamiento de las normas jurídicas que nosotros mismos establecemos, a través de nuestros representantes, nunca funcionarán eficientemente nuestras instituciones y, por lo tanto, el desarrollo de la Nación seguirá siendo una palmaria quimera.