por Staff ZonaBancos.com
domingo, 30 de noviembre de 2003
Mi padre era semianalfabeto, pero razonablemente inteligente. Un conocimiento simple e intuitivo, le permitía captar fenómenos complejos, con claridad. Los invito a compartir una anécdota.
Comencé a estudiar economía a los catorce años. La lógica de ésta disciplina me fascinaba, porque permitía anticipar fenómenos que la realidad terminaba confirmando. Un día, cuando mi padre llegó del trabajo, me encontró leyendo un diario económico. Luego de saludarme, me dijo: “Lee todo lo que te guste. Pero no te olvides que solo hay un plan económico: trabajar el doble, comer la mitad, evitar que la diferencia se esfume e invertirla con inteligencia”. Debido a lo elemental de aquella formulación, le resté importancia y seguí leyendo.
Los años me enseñaron, que para los argentinos, coordinar estas cuatro acciones es imposible. Veamos...
“Trabajar el doble” requiere de incentivos; pues mayoritariamente no respondemos a la obligación moral desde que perdimos el temor a Dios, y el incentivo material desplazó al infierno bíblico. Para instituir incentivos, la civilización optó por el mercado en el ámbito privado y la planificación central en el público. En lo mercantil, el afán de lucro y los precios relativos, no han podido ser reemplazados por institutos más idóneos y económicos. En lo público, las técnicas de programación y control de gestión han logrado optimizar notablemente la hacienda colectiva. Toda ésta lógica, aborta sin embargo, cuando el poder no se subordina al derecho natural; o cuando el aumento del ingreso, no se identifica con el uso optimo de los recursos, sino con la distribución de su producto. Este análisis me enseñó que nuestra cultura era contraria al primer postulado del plan. Preferimos un capitalismo sin lucro, o un socialismo sin disciplina.
“Comer la mitad” tenía un significado alegórico. Implicaba que el esfuerzo de acumulación debía ser contemporáneo al aumento del ingreso. Subyacía una actitud contracíclica. El esfuerzo debía recaer en la faz ascendente del ciclo y relajarse cuando llegaban “las vacas flacas”. En aquel entonces, pensé que era un resabio de su infantil puritanismo, y no un recuerdo de quien sabía que nadie ahorra en la miseria. La observación de la realidad me enseñó que nuestra economía opera a la inversa. El encierro comercial hace que la característica distintiva de cada auge, sea el déficit de la cuenta corriente, máxima expresión del desahorro colectivo. Al revés de lo indicado en la segunda prescripción, cuando el medio torna prudente capitalizar la empresa, la endeudamos hasta la insolvencia.
“Evitar que la diferencia se esfume” marcaba su preferencia por un leverage prudente, como para que la atención de las obligaciones fuera un articulo de fe... ¡materialmente posible!. Ser dueño de lo propio respetando lo ajeno, era un valor estratégico superior a cualquier apalancamiento. Conllevaba una actitud férrea en el manejo financiero. El hecho de que hubiese disponibilidad no debía impulsar el gasto, sino mantener la regularidad del beneficio, cuando no incrementarlo. Imposible en un país que ha hecho de la observancia de la ley, un acontecimiento excepcional y subordinado al capricho político. Tantos experimentos contra natura han hecho, que minimizar la exposición local, sea un lugar común entre los argentinos con capacidad de ahorro. Hasta nuestros popes políticos han tomado cuenta de ello, para preservar dineros del erario público. La penalización del ahorro y la incompetencia para articular una licuación en divisas, neutra en lo contractual, marcará la impronta de al menos una generación. Los pagos externos eximen de todo comentario. Importamos deuda y exportamos capital.
El destino único de tal sacrificio era la “inversión inteligente”, ya que dilapidar el esfuerzo familiar le resultaba repugnante. Observación, prudencia y “timming” eran las directrices de su proceso inversor. La primera por hábito. La segunda por priorizar rentas estables en el largo plazo, por aquello de que “piedra movediza, nunca cría mufa”. La última, porque como dijo el Gral. Mac Arthur “la seguridad no existe, existe la oportunidad”. Lamentablemente, la inteligencia del inversor debe subordinarse a la sensatez macroeconómica, hecho éste último, contrario a la dinámica que adquiere nuestro proceso político.
Y pensar que yo descarté sus dichos por considerarlos obvios...
¡Perdoname viejo!.
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